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Biblioteca Pública del Estado en Albacete (21/4/2005)
Presentación realizada por: Luis Martínez-Falero
Doctor en Filología Hispánica, Profesor de Literatura en la Univ. Complutense de Madrid,
Poeta ganador del Premio Adonais 1997
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Fotografías Miguel Cebrián | ||
Reportaje en vídeo realizado por F. Sánchez Sahorí y los alumnos de Medios de Comunicación del IES Bachiller Sabuco |
V
EL
FOTÓGRAFO QUE HACÍA BELENES
Por
Eloy M. Cebrián
Capítulo
veinticinco bis (apócrifo)
Cinco
años y tres meses después
Sin
decidirse a colgar el cartel de cerrado, el fotógrafo contemplaba aquella tarde
del mes de abril desde el interior de su tienda. Numerosas eran las personas que
transitaban por la acera, algunas con la parsimonia propia de los que pasean;
otras, con el andar más decidido de quienes se desplazan con un propósito.
Pero ni un solo cliente había puesto los pies en su tienda desde la primera
hora de la mañana, cuando una señora acudiera a recoger las fotos de primera
comunión de su hijo. Irremediablemente, la melena oscura y las formas opulentas
de la mujer le habían recordado a Gladys, y la bofetada de nostalgia asestada
por ese recuerdo había sumido al fotógrafo en una crisis de desánimo cuyos
efectos se prolongaron durante todo el día. Ahora, cuando eran ya las siete y
media de la tarde, se preguntaba si alguna vez volvería a sonar la campanilla
de la puerta.
—Mierda de ordenadores
—murmuró el fotógrafo.
Ya nadie llevaba sus fotos a
revelar. Desde que la fotografía digital había suplantado a las cámaras
tradicionales, su negocio, que nunca había sido muy floreciente, se hundía en
el pozo sin fondo de la ruina. En alguna ocasión se le había pasado por la
cabeza pedirle a Ironside que lo iniciara en los rudimentos de la informática,
aunque muy pronto había descartado la idea por absurda. Él era un vestigio del
pasado, de la época en que las cámaras tenían un funcionamiento comprensible
y las imágenes brotaban del papel fotográfico merced a la alquimia de los
reactivos. Hoy en día las cámaras ni siquiera tenían el aspecto de serlo. Se
habían convertido en diminutos artilugios repletos de botones y luces
parpadeantes, y las imágenes que producían, de una nitidez casi obscena, eran
escupidas por ingenios de impresión que carecían por completo de la mística
de los viejos laboratorios fotográficos. Cuánto extrañaba aquel cuarto oscuro
de la infancia, la mareante fragancia del revelador y del ácido acético, el
brillo tenue y algo canalla de la bombilla roja, la sensación de estar a salvo,
lejos del ruido y de la furia del mundo exterior.
Sí, sin duda él pertenecía
a otro tiempo, volvió a pensar con un suspiro tan vehemente que, si alguien
hubiera estado presente para oírlo, le habría sonado igual que un estertor.
Finalmente, tomó el cartel de cerrado y se encaminó hacia la puerta, justo en
el instante en que ésta se abría con tal violencia que el fotógrafo apenas
tuvo tiempo de apartarse e impedir que el batiente le aplastara la nariz.
Mientras saltaba hacia atrás, su campo visual se llenó con una gabardina gris
cubierta de lamparones y una camisa tan arrugada como un mapa topográfico.
—Coño, perdona, fotógrafo.
¿Te he asustado?
El aire se la tienda se
impregnó de un olor a whisky y tabaco negro, y el fotógrafo notó que su ánimo
renacía al aspirarlo. En una existencia tan carente de variedad como la suya,
la aparición del inspector Facundo Moya era siempre un anuncio de emocionantes
novedades.
—Buenas tardes, Moya
—dijo el fotógrafo haciendo un esfuerzo por que no se le notara demasiado la
alegría—. Iba a cerrar ya. ¿En qué puedo servirte? ¿Quieres que coja el
equipo? ¿Hay que fotografiar algún crimen?
Al comprobar la expectación
que su llegada había provocado, el inspector saludó al fotógrafo con gesto un
socarrón. Su ausencia de labios confería a su sonrisa un aire casi batracio.
—No hay crimen fotógrafo,
no te emociones. O, mejor dicho, sí que lo hay. Pero no de los tipificados en
el código penal. Vente, anda, que tengo el coche aparcado aquí fuera.
*
* *
Mientras
sorteaba el denso tráfico del centro de la ciudad, el inspector Moya puso al
fotógrafo en antecedentes:
—Como lo oyes. Una novela,
una novelita policíaca de los cojones.
—Pero ¿cómo se ha
enterado ese tío de todos los pormenores?
El inspector curvó su boca
batracia en un gesto de desagrado. Por un momento, al fotógrafo le pareció que
iba a soltar un escupitajo. Por si acaso, se apartó del policía tanto como le
permitió el pequeño habitáculo del coche, cuya angostura se acentuaba al
tener que compartirlo con la masa corporal del inspector.
—Los medios airearon el
asunto en su momento —respondió Moya—. Y lo que no ha podido sacar de las
hemerotecas se lo ha inventado, el muy cabrón. Nos deja a los dos como un par
de payasos. En la comisaría llevan toda la semana partiéndose la polla a mi
costa. Ah, pero esto no va a quedar así. Por mis cojones que no va a quedar así.
El inspector soltó el
embrague de repente, con lo que el coche, que estaba detenido en un semáforo,
saltó hacía delante con un chillido de neumáticos. Pese a su fugacidad, no le
pasó al fotógrafo por alto la expresión de pánico de un anciano que apenas
había tenido tiempo para alcanzar la seguridad de la acera. Con todas sus
fuerzas deseó que Moya se tranquilizara, pero se preciaba de conocer al policía,
y sabía, por tanto, que lo único que le calmaría los nervios sería la ocasión
de darles rienda suelta a sus puños. Mientras procuraba no fijarse en el modo
temerario en que Moya conducía, se dijo que lo de aquella tarde era lo más
sorprendente que le había ocurrido desde los acontecimientos de las Navidades
del 99, cuando el inspector y él se habían visto envueltos en la más
delirante de las aventuras. A pesar de los pocos años transcurridos, al fotógrafo
aquellos hechos se le figuraban ya muy lejanos, como si no le hubieran acaecido
a él en persona, sino a una especie de doble suyo que hubiera usurpado su vida
durante algunos días. La violencia y la emoción que vivió entonces no
pertenecían a la vida real, como tampoco pertenecía Gladys. La vida real
estaba hecha de soledad y de tedio. De horas interminables en una tienda vacía.
De polvo y de viejas latas de sardinas amontonadas en los rincones. Esa era la
vida real. Su vida.
Lo de hacía cinco años había
sido algo muy distinto. Una auténtica novela. Y ahora alguien había escrito
esa novela con el inspector y él mismo como protagonistas. Instalado en su
existencia marginal, el fotógrafo no había sabido de la publicación de
semejante libro. De hecho, apenas le parecía posible que alguien se hubiera
tomado la molestia de contar su vida. El inspector, por el contrario, había leído
el libro de cabo a rabo antes de, según sus propias afirmaciones, ceder al
arrebato de despedazar el volumen y arrojar sus restos por la ventana. Pero la
destrucción del libro le había sabido a poco. Por eso ahora ambos iban al
encuentro del autor, al que el inspector planeaba abordar al concluir el acto de
presentación de la novela. El fotógrafo no pudo evitar sentir compasión por
el pobre tipo.
*
* *
“Biblioteca
Pública del Estado”. El fotógrafo leyó el pomposo letrero inscrito sobre el
dintel de la puerta y se sintió un poco intimidado, como si estuviera a punto
de perpetrar algún tipo de profanación. Indiferente al empaque del edificio,
el inspector Moya descendía ya una escalera que se abría a la izquierda del
vestíbulo. Junto a ella, un cartel indicaba que por allí se accedía al lugar
donde se celebraba el acto. El fotógrafo siguió a Moya hasta el interior de un
pequeño auditorio en el que habría a lo sumo unas ochenta personas. Ambos se
apostaron tras una columna que, de forma algo incongruente, se alzaba en mitad
del salón de actos, como si su único propósito fuera ocultar a los
conferenciantes de la vista de la concurrencia. Puesto que no había acudido
precisamente para asistir a un acto literario, el fotógrafo no podía sacudirse
cierta sensación de furtividad que, sin embargo, le resultaba estimulante. Como
un cazador oteando su presa, el inspector Moya asomaba la cabeza para lanzar
envenenadas miradas hacia la mesa presidencial. «Aquí estás, cabronazo», se
le oyó decir. Una señora que había sentada a un par de metros los miró con
gesto airado y los conminó a guardar silencio llevándose un dedo a los labios.
Vencido por la curiosidad, también el fotógrafo se asomó para echarle un
vistazo a quien había tenido la peregrina ocurrencia de novelar su vida.
Había
dos personas sentadas a la mesa. A la derecha, un tipo alto de pelo canoso y
prestancia académica disertaba sobre algo que el fotógrafo no alcanzó a
entender. A la izquierda, otro sujeto, provisto asimismo de gafas, asentía con
gesto de estar encantado de conocerse. El fotógrafo supuso que se trataba del
autor y lo miró con curiosidad. Entonces cayó en la cuenta de que lo había
visto antes. Le resultaba familiar aquella cara mofletuda, y hasta habría
jurado que aquel hombre había estado alguna vez en su tienda con carretes para
revelar. Pero llevaba bastante tiempo sin verlo, por lo que supuso que también
él había comprado una cámara fotográfica digital. El fotógrafo no pudo
reprimir un arrebato de rencor y por un momento hizo votos por que el inspector
le diera su merecido. En esos momentos, el público empezó a aplaudir y el
escritor, sonriente y trémulo como un niño en la función de fin de curso de
su colegio, extrajo unos papeles del bolsillo de su chaqueta y se dispuso a
darles lectura.
—Vámonos —murmuró el
inspector—. No tengo el menor interés por oír el rollo que va a soltar este
fulano. Mejor lo esperamos en la puerta.
*
* *
Apoyados en la fachada de un
colegio que había frente a la biblioteca, el fotógrafo y el policía habían
aguardado durante casi una hora la salida del autor. Moya había entretenido la
espera despachando medio paquete de tabaco negro y luchando contra la tentación
de acudir a un bar cercano para realizar una libación de urgencia. El riesgo de
que el autor pudiera escapársele mientras él sorbía su whisky o su carajillo
le había hecho desistir, y eso lo había puesto de un humor de perros. Al
mirarlo de reojo, el fotógrafo lo vio acariciar la culata de su automática
Beretta, que llevaba en una funda sobaquera bajo la americana. La tarde de abril
declinaba. El fotógrafo estaba cansado y, junto con el dolor de pies, sentía
la urgencia de marcharse a su casa y prepararse un bocadillo de sardinas. Pero
sabía que Moya no se lo iba a permitir. El inspector no era una persona
comprensiva, y su concepto del diálogo se limitaba a un cierto número de
observaciones salaces que solía rematar con los apelativos «cabronazo» o «bandarra».
Entonces comprobaron que los asistentes al acto empezaban a abandonar la
biblioteca, algunos de ellos con evidente gesto de alivio, y poco después el
autor en persona aparecía por la puerta. Tras algunos apretones de manos,
sonrisas y parabienes, el tipo comenzó a alejarse en solitario, pavoneándose
como si acabara de realizar algo de gran mérito. Con escasas contemplaciones,
el inspector tomó al fotógrafo del brazo y lo obligó a acompañarlo. Ambos se
precipitaron tras los pasos del autor, que acababa de desaparecer tras la
esquina. Poco después pasaban ante la comisaría donde el inspector prestaba
sus servicios. Dos agentes que fumaban en la puerta lo saludaron al verlo, pero
él, concentrado como estaba en la persecución, los ignoró por completo. Por
fin emergieron a una amplia avenida que en aquellos momentos se hallaba en
obras. La acera se veía desierta en ambas direcciones, y el inspector juzgó
que había llegado el momento oportuno.
—Buenas noches. ¿Me
disculpa un momento?
—¿Perdón?
El autor se volvió hacia
Moya con cierto sobresalto. Su expresión de alarma se acentuó al comprobar el
cariz del individuo acababa de abordarlo. Bajo la mortecina iluminación de la
avenida en obras, el aspecto del inspector Facundo Moya resultaba ciertamente
sobrecogedor.
—Usted es el que ha
escrito el libro ese tan gracioso del fotógrafo y los belenes, ¿verdad?
El autor pareció aliviado.
—Sí, precisamente ahora
vengo de presentarlo. ¿Quiere que le firme un ejemplar?
Moya soltó una carcajada y
el fotógrafo, que conocía bien esa risa, empezó a temerse lo peor.
—Vaya, qué amable. Fíjese
qué casualidad, con las ganas que tenía yo de
saludarlo. Precisamente al verlo pasar le he dicho a mi amigo: “Mira,
mira. Por ahí va el autor de ese libro tan divertido del que te hablé...”
El inspector siguió
charlando sin ton ni son. Mientras tanto, había depositado su mano derecha
sobre el hombre del escritor en un gesto pretendidamente amistoso. Sin embargo,
el fotógrafo comprendió que su propósito no era otro que conducirlo hasta una
puerta metálica que se abría en la verja que rodeaba las obras. El fotógrafo
había estado antes en aquel lugar y sabía lo que había al otro lado de la
verja. O, mejor dicho, lo que no había. Tras varios meses de sufrir el mordisco
de las excavadoras, la calzada de la avenida se había transformado
en una especie de cañón o barranco. Aquel gran agujero de quince metros
de profundidad albergaría con el tiempo un parking subterráneo, pero de
momento permanecía descubierto, exponiendo al aire nocturno los rojos
intestinos de la ciudad como un descomunal tajo infligido al dictado de un
pleno municipal. Ahora el inspector estaba abriendo la puerta de la verja y el
fotógrafo notó que la espalda del autor se ponía rígida bajo la manaza de
Moya. Lo que ocurrió después fue visto y no visto. En el lapso de un parpadeo,
el policía sujetaba precariamente al autor por las solapas de su americana, y
éste permanecía suspendido sobre el abismo mientras aullaba del modo más patético
que quepa imaginar.
—¿Conque tengo cara de
rana? ¿Conque soy un facha y un cabrón? ¿Y mi amigo un amargado sin un perro
que le ladre? ¿Te parece a ti bonito ir contando por ahí esas cosas sobre la
gente honrada, so mamón? ¿Y si ahora te suelto, eh? A lo mejor así tu
novelita se vende mejor. ¿Te imaginas los titulares de mañana? “Autor de
novelas policíacas hallado difunto en el fondo de una zanja”. Propaganda
gratis. A lo mejor te estaría haciendo un favor y todo. ¿Qué te parece la
idea?
Pero
el autor, vencido por el pánico, se limitaba a gritar y a suplicar piedad de un
modo incoherente, al tiempo que agitaba los brazos con espasmódicos
movimientos, como si quisiera remontar el vuelo para alejarse de aquel horror.
Al mirarlo con más detenimiento, el fotógrafo comprobó que una mancha oscura
comenzaba a crecer en las perneras de sus pantalones. El fotógrafo ya había
visto a Moya en acción en ocasiones anteriores, pero todavía seguía aterrándole
la brutalidad desatada del policía. Seguramente, aquel pobre diablo que se había
convertido esta noche en su víctima apenas era capaz de aceptar la realidad de
lo que le estaba ocurriendo. Y también el fotógrafo tenía dificultades para
comprender el drama que se desarrollaba ante sus ojos, cualquiera que fuera su
desenlace. De hecho, le resultaba atroz la simple idea de habitar un mundo en el
que había gente como Moya. Sin darse cuenta de lo que hacía, comenzó a
alejarse.
—¡Eh,
fotógrafo! ¿Adónde cojones crees que vas?
La
pregunta del inspector restalló a su espalda como el estampido de un revólver,
pero él ni siquiera volvió la cabeza.
—Me
voy a mi casa. A montar mi belén.
—¿Tu
belén? ¿Se te ha ido la bola o qué? Pero si estamos en abril.
Tras
caminar un rato, al fotógrafo todavía le parecía oír los alaridos del autor.
Pensó en lo que había dicho Moya. ¿A quién se le ocurriría montar un belén
en abril? Sin embargo, para el fotógrafo su belén era mucho más que una afición
navideña. Era el único modo que conocía de ordenar el mundo, o al menos un
simulacro en miniatura del mundo. Era su baluarte privado contra el caos y el frío del mundo exterior.
Abril.
Una vez había leído los primeros versos de un
poema que no entendió. Ahora por fin se le hacía la luz y comprendía que el
poema decía la verdad. Abril es ciertamente el mes más cruel.
Albacete, 21 de abril de
2005